David cultivaba invariablemente el bajo perfil. La primera vez que lo vi él estaba por mi barrio, charlándose a una vecinita. Era su época de estudiante universitario, y lo seguí encontrando en esa circunstancia hasta que el incipiente romance se vino abajo. Varias veces a lo largo del tiempo utilicé esa anécdota contándola a terceros delante de él, quien se ponía colorado, para mostrar la faceta mundana de un pibe que recorrió, como todos nosotros, los estadíos que componen nuestra vida: amor, diversión, familia, trabajo.
Pocos años después de aquella etapa, David apareció en el mercado laboral periodístico de nuestra ciudad, apenas después de que éste se abriera a la televisión, un cambio rotundo en el panorama de la comunicación, que se sumaba a la explosiva aparición de numerosos medios gráficos.
Al entonces jovencito –como era chiquito, esa imagen de adolescente lo acompañó durante mucho tiempo- lo podíamos ver en la pantalla, y por un tiempo colaboraba en la revista Don Gómez, que yo editaba en la década del 90.
Fue entonces que charlábamos bastante. Era un apasionado por el deporte, sobre todo el básquet, en esa época que coincidía con la participación de Sport en la Liga Nacional. Y también, justo él a quien se lo identificaba inmediatamente por la tele, al ser el reportero del noticiero local, por el periodismo gráfico: quería un medio propio, lo que llegaría mucho después.
Estuvo en ese noticiero, que por muchos años marcó el pulso informativo de la ciudad, hasta que cambió de agencia. Durante tanto tiempo una imagen cotidiana lo mostraba montado atrás en un ciclomotor que manejaba Tito Gasparetti, ambos en busca de una nota por alguno de los veinte barrios cañadenses.
Cuando finalizó esa etapa, arrancó con el que sería su proyecto propio, el que creó e hizo crecer, el semanario El Informe. Algunas veces colaboré en el medio aunque lo hice mucho menos de lo que debí. Aún así David me colocaba generosamente integrando el staff. El, a su vez, enviaba material para este diario, ambos nos cubríamos cuando el otro, por los compromisos de horario en nuestros trabajos ‘formales’, no llegaba a un reportaje. Hasta teníamos un reglamento no escrito cuando coincidíamos frente a un reporteado: yo preguntaba la primera, y enseguida él le largaba dos juntas, y así hasta que prontamente, el interés (nuestro, generalmente) se diluía.
Cada vez que nos encontrábamos, surgía un proyecto conjunto. Uno fue el de hacer una gran exposición fotográfica con la gran cantidad de material que teníamos, sobre la historia de varias décadas de periodismo. Nos teníamos que encontrar en mi casa, para elegir entre los cientos de fotos que junté a lo largo de treinta años y cuyo destino es bastante incierto.
Nunca lo hicimos. Como suele ocurrir, los mejores planes son los que no se concretaron. Lástima, ojalá todo hubiese sido distinto, pero mucho más.
Lo voy a recordar subido al ciclomotor, llevando una cámara de esas grandotas de años atrás, corriendo a una nota; o sentados hombro a hombro para un reportaje que sabíamos iba a ser plomazo. O casi adolescente, parado en la puerta y charlándose a la piba que vivía a treinta metros de mi casa.
Por Roberto Larocca. Otrodia.com